Formación Espiritual

La Singularidad de Dios

“Mi socorro viene del Señor, que hizo los cielos y la tierra” (Salmo 121:2). by Capitán Alan J. González

“Oye, Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es.” (Deuteronomio 6:4) Estas palabras están en el corazón mismo de la Ley de Moisés y la fe del pueblo de Israel. Hasta hoy, los practicantes judíos las repiten cada mañana. Sin embargo, a lo largo del Antiguo Testamento, una y otra vez, vemos que el pueblo de Dios—y, con demasiada frecuencia, sus reyes—eran seducidos por rituales despreciables como un medio para resolver sus problemas. Abandonaban su fe en el Dios del cielo para adorar ídolos de piedra o madera hechos por manos humanas. 

De un modo u otro, todos pasamos por situaciones que ponen a prueba nuestras creencias. Aun la gente que profesa una fe genuina y que ha tenido una experiencia verdadera de conversión atraviesa por circunstancias en las que su fe es puesta a prueba. Nuestras convicciones siempre corren el riesgo de ser atacadas. Siempre estamos en peligro de ser despojados de los tesoros de nuestra fe. Como Jesús advirtió a Sus discípulos: “El ladrón [es decir, Satanás] viene solo para robar, matar y destruir” (Juan 10:10).

No es de extrañar si durante nuestro viaje a la casa del Padre, a veces nos preguntemos: ¿Es la Biblia verdaderamente la Palabra de Dios? ¿Qué hay de esos pasajes que parecen contradecirse el uno al otro? ¿Estoy realmente en la verdad? ¿Podría mi familia o mis amigos que practican una religión diferente tener razón? ¿Qué pasa si resulta que cuando muera todo acaba allí? Además de aceptar a Cristo como mi Salvador, ¿tengo que ser miembro de una iglesia y participar en actividades que ocupan tanto tiempo? ¿No puedo vivir una vida “normal” como todos los demás e ir al cielo? Tale preguntas ponen a prueba nuestro coraje y compromiso como discípulos de Jesús.

El mundo está lleno de altares paganos a los que muchos acuden a adorar. El altar de los afanes diarios, donde las prioridades son comer y beber; el de los placeres mundanos con todos sus desenfrenos y excesos; el de la fama y la fortuna, cargado de vanagloria y falsa seguridad en las riquezas temporales de esta vida; el altar de una religión permisiva, donde cada quien decide qué creer, lo bueno y lo malo. De todos esos altares se oyen voces que son como el mito de los “cantos de sirena”, buscan seducirnos con melodías dulces y, una vez somos encantados, desaparecen, dejándonos en medio del mar turbulento de la duda, expuestos a perecer irremediablemente. La Biblia dice que “Hay caminos que parece derechos, pero su fin es camino de muerte” (Proverbios 14:12).

¿Has sentido o sientes que te rodean tantos problemas que son como montañas escarpadas y peligrosas? En Israel, por ejemplo, muchos peregrinos que iban a adorar a Dios en el templo de Jerusalén se exponían a ser asaltado o asesinado al viajar entre caminos montañosos para llegar a la ciudad. Era siempre una prueba al valor y el compromiso del peregrino. 

El escritor del Salmo 121 parece haber sido uno de esos peregrinos cuyas convicciones fueron probadas. Tal vez se sintiera inquieto al pensar en las historias desafortunadas que había escuchado e imaginar lo que podía sucederle a él si los criminales le salían al paso. ¿Acudiría alguien a ayudarle? Tal vez se vio tentado a clamar a alguno de los ídolos cuyos altares posiblemente divisó durante su travesía. Entonces se preguntó: “¿De dónde vendrá mi socorro?” (Salmo 121:1) La respuesta a esa duda es un aliento para todo creyente a lo largo de los siglos: “Mi socorro viene del Señor, que hizo los cielos y la tierra” (Salmo 121:2).

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